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La Habana, lo que fue, lo que es y con futuro incierto

Alguna vez, La Habana capital de Cuba fue una ciudad mágica, llena de vida y color y la llamaban la Joya del Caribe

Era el refugio de los soñadores, el escenario de historias de amor y pasión, y un crisol de culturas que convergían en sus calles estrechas y adoquinadas.

Sus edificios, de arquitectura colonial y art déco, lucían esplendorosos bajo el sol caribeño, y sus plazas y parques eran el punto de encuentro de músicos, poetas y artistas, que llenaban el aire con sus melodías y versos.

Por otro lado sus playas de arena fina y aguas turquesa invitaban a perderse en ellas, mientras las palmeras mecían sus hojas al compás del viento.

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La Habana era una fiesta eterna, un baile de máscaras y embrujos, donde los sonidos de la rumba y el guaguancó se mezclaban con los acordes del bolero y el danzón.

Sus gentes, de rostros cálidos y sonrisas sinceras, compartían sus alegrías y penas en las tertulias y las reuniones de vecinos, mientras el aroma del café recién molido se mezclaba con el del tabaco y el ron añejo.

Pero un día, el tiempo se detuvo en La Habana. Las risas y los cantos se fueron apagando, y las luces de sus calles y edificios comenzaron a desvanecerse, como estrellas fugaces que se despiden de la noche.

La ciudad, que había sido un oasis de vida y esperanza, se convirtió en una isla triste y desolada, donde la miseria y la desesperanza se adueñaron de sus rincones más recónditos.

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Las colas interminables se hicieron dueñas de sus calles, y los rostros sin alegría de sus habitantes se convirtieron en el reflejo de una realidad que los asfixiaba. Las paredes en ruinas y los edificios abandonados daban testimonio del dolor y la destrucción que se había apoderado de la que fuera una ciudad vibrante y llena de vida.

La Habana, esa pequeña Viena, ese París en miniatura, esa esencia de Buenos Aires, se fue desdibujando poco a poco, hasta convertirse en un recuerdo lejano y melancólico.

Los sueños perdidos de sus habitantes flotaban en el aire, como fantasmas que aún buscaban un lugar donde descansar.

El malecón, ese testigo eterno de amores y despedidas, se convirtió en un muro de suspiros y lágrimas, donde las almas solitarias buscaban consuelo en el abrazo del mar.

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Y mientras tanto, la gente, esa gente que amaba su tierra con fervor, se iba al exilio, dejando atrás la Cuba de sus amores, la Habana de su vida, esa tierra que tanto habían amado y que ahora les daba la espalda.

Y así, La Habana quedó sumida en un profundo sueño, un sueño del que aún no ha despertado

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